Wednesday, April 29, 2009

Que treinta años no son nada

Belkis Cuza Malé




El traje blanco sobre la cama; el refajo también blanco, regalo de Nina, la polaca del segundo piso; las sandalias transparentes, otro regalo de alguien; el bolso gris, espacioso, donde cabría lo que se podía llevar. El maletín con la única ropa permitida: tres mudas para mí y tres para mi hijo Ernesto.. Y aquellos poemas mecanografiados en papel gaceta, que eran toda mi fortuna (o mi desgracia, si se le antojaba al aduanero). Ni un centavo, ni un dollar para el viaje, pues entonces el que se marchaba debía hacerlo tan desnudo como había venido al mundo.
Domingo 29 de abril de 1979. No sé cómo habían logrado llegar al aeropuerto, pero allí estaban algunos de mis amigos, entre ellos José Cid y Carlos Verdecia, César López, Pablo Armando Fernández y otros que confundo entre el humo de la memoria, como a Miguel Barnet. Era una despedida. Todos sabíamos que no iba a regresar. Nadie lloró, ni siquiera yo, cuando abracé a mi hija de trece años que se quedaba en tierra, ni a Heberto Padilla, mi marido. Yo les había prometido que iba a remover cielo y tierra para sacarlos de la Isla, y mi viaje tenía también ese halo esperanzador, dentro de la tristeza propia de estas despedidas donde se abandonaba familia, amigos, hogar, patria, y el alma queda prendida de un hilo.
Días antes, el director de Inmigración, un joven militar con altos grados, me había citado a su oficina para coordinar los detalles de mi salida. Se movía alegre e inquieto por el despacho y finalmente fue a sentarse en una esquina de su buró, mientras me decía sonriente: ^Bueno, ¿por dónde te quieres ir, y cuándo?^: Yo casi que no podía creerlo. Durante meses había ido regularmente a Inmigración en busca de un permiso para visitar a mi madre, enferma en Miami. Algo que los burócratas y policías que controlan vida y milagro de los cubanos, no lograban entender, pero como insistía continuaban dándome falsas esperanzas. Hasta que Fidel Castro autorizó mi salida, y entonces todo cambió por arte de magia. Historia que no voy a contar aquí, pues merecería capítulo aparte.
No sólo se me abrieron las puertas de salida, sino las de la oficina del más alto funcionario de Inmigración, ahora todo halagos y consideraciones, ante la incredulidad de aquel otro vestido también de uniforme, y al que ya conocía por mis múltiples gestiones y anteriores visitas al lugar. Sentado frente a una máquina de escribir, y mientras me llenaba los documentos pertinentes, le oí el insulto "más hermoso" que he recibido en mi vida: ¨Aquí venía una periodista loca que quería un permiso para visitar a su madre en Miami^. Me rei por dentro, pero no dije nada. Aquello era casi un elogio a mi tenacidad.

Cuando el viejo Brittania de Cubana de Aviación descendió una hora después en Kingston, yo creía haber vuelto a Cuba y estar en Santiago, pues sus montañas así me lo sugerían. Sentados en los salones de espera por el avión que nos llevaría a Miami, mi hijo Ernesto, entonces con seis años, me pidió que le comprara una de aquellas barras de chocolate que veía en la tienda de enfrente, y que aunque nunca las había comido, sospechaba deberían saber a gloria. Le expliqué que no tenía dinero alguno, pero él no dejaba de insistir, y yo, entre apenada y triste, de intentar convencerlo. Hasta que una voz se alzò por encima de la de Ernesto y con ésta, el milagro solidario: "No se preocupe, aquí tiene para que le compre varios chocolates al niño", mientras me entregaba cinco dólares recogidos al momento entre un grupo de cubanos que entonces esperaban también el cambio de aviones hacia Miami. Eran parte de esos primeros vuelos de la comunidad cubana que visitaban a sus familiares en Cuba. Entre la multitud, otros tomarían el avión hacia la Isla y era óbvio que estaban vestidos con varias ropas, una encima de las otras, a fin de burlar los requisitos de peso que exigìa la aduana en Cuba.
Horas más tarde, y mientras despegábamos rumbo a Miami en el vuelo de Air Jamaica, Ernesto me comentó con complacencia y sabiduría: ¨Esto sí es un avión¨. El recién saboreado chocolate y el nuevo avión le habían devuelto la alegría que la despedida y el nerviosismo de los últimos días habían ahuyentado.
Casi una hora después, descendíamos sobre un Miami luminoso, que la noche se había encargado de transformar, del mismo modo en que mi vida y la Heberto Padilla, sin patria, pero sin amos, como decìa Martí, ya no serían las mismas.
Miro ahora hacia atrás, sin rencor, y me pregunto, parodiando a Gardel, si treinta años no fueron nada o sólo el comienzo de nuestro verdadero destino, con una nueva patria y aquella desazón de saber que siempre hemos vivido en Cuba, como diría Heberto en su poema.

---------------------------------------------------------------------

Wednesday, April 08, 2009