Sunday, October 01, 2006

Heberto Padilla & Belkis Cuza Male, Elizabeth, NJ, abril 1980

Abril de 1980:
Heberto Padilla &
Belkis Cuza Male, en Elizabeth, NJ, a solo un mes de salir Heberto de Cuba.
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Paisaje con Heberto Padilla

BELKIS CUZA MALE

Escribo este artículo el 24 de septiembre. Llevo semanas pensando en lo que quiero escribir de él, quiero decir, de Heberto Padilla. Un día como hoy, hace seis años, murió de un aparente ataque al corazón (¿o lo mataron?). Estaba solo en su apartamento de Auburn, en Alabama, y hacía poco más de un mes que había venido a visitar a Ernesto, nuestro hijo, y a mí a Fort Worth. Y un día antes de morir, como hacía siempre desde que enseñaba en esa universidad, me llamó para conversar un rato. Recuerdo en especial su buen ánimo de entonces, y lo bien, decía, que se estaba sintiendo. También me aseguró que después de diciembre regresaría a Fort Worth para comprar una casita cerca de la mía y establecerse aquí, como yo le había estado pidiendo desde hacía cinco años cuando decidimos separarnos, después de un matrimonio de casi tres décadas.
No fuimos nunca una pareja al uso. Nos tocaron tiempos difíciles, pero compartimos alegrías y tristezas --y un gran amor: ahí están sus poemas-- con la certidumbre de que nada podía separarnos, ni siquiera los ingentes esfuerzos de la Seguridad cubana, ni sus atroces métodos, como el de aquella siquiatra de esa institución represiva que me conminó, a raíz del ''caso Padilla'', a que abortara, aduciendo que yo no estaba capacitada mentalmente para tener otro hijo. De haber seguido sus malévolas ''orientaciones profesionales'', mi hijo Ernesto no hubiera nacido.
Como les digo, no es fácil ser una pareja de escritores oprimidos por la dictadura comunista, con la policía secreta visitándonos una vez por semana durante años, el teléfono intervenido, y vigilados como delincuentes peligrosos. Y no era fácil lidiar con la depresión y el ostracismo, con la ausencia casi absoluta de amigos, y el dogal al cuello. Pero yo inventé métodos para escapar de aquella fea realidad, y sostenida por la fuerza que encontré en Dios, y la visión de algunos textos de metafísica que me facilitaba el increíble Joseíto, mi maestro espiritual, nuestro exilio interior se convirtió en una experiencia casi renovadora.
Recuerdo que le propuse a Heberto que empezásemos a escribir cada uno una novela (bastaría con dos cuartillas al día) y ejercicios para mantenernos sanos, física y mentalmente. De aquella apuesta a la recuperación emocional, para contrarrestar la resaca incesante del llamado Caso Padilla, nació mi novela Aventuras de Juan y Juana, todavía inédita y que hace dos años rechazó una editorial de Barcelona, deseándome buena suerte.
Nadie que yo sepa ha leído esa novela, salvo el escritor mexicano Carlos Fuentes, quien en 1975 fue jurado de un concurso adonde logré hacer llegar desde Cuba el manuscrito. No me dieron nada, ni una mención, pero luego encontré (¡creo en las coincidencias!) que Terra Nostra, de Fuentes, tenía ideas en los capítulos finales muy parecidas a la mía.
De esa temporada salieron los poemas de Heberto de El hombre junto al mar, luego publicados por Seix Barral. Pero no logré, por supuesto, que hiciera ejercicios ni mucho menos que se interesara por mis lecturas metafísicas. Sin embargo hizo amistad entrañable con Joseíto.
Voy a contarles un secreto (no tan secreto ya). Más que las torturas que sufrió en la Seguridad del Estado, Heberto decidió hacer aquella espantosa autocrítica luego de que nuestro interrogador, el teniente Pedro Alvarez Lugo (más tarde parte del juicio contra el general Ochoa), le hizo oír la grabación del interrogatorio que me hicieron en los cuarteles de la Seguridad. Heberto no sabía que yo también estaba detenida. Luego, ya ambos en liberdad, fui yo la que le rogué a Heberto me dejase a mí también participar en el denigrante mea culpa del 27 de abril en la Union de Escritores. No, él no me acusó a mí de nada.
Por eso, en diciembre de 1978, cuando fui llamada al despacho de Fidel Castro, tras una carta mía acusatoria a la Seguridad del Estado, y me recibió su secretario particular, el doctor Chomy Miyar Barruecos, no podía creer lo que estaba oyendo: ``En primer lugar, el comandante en jefe me ha pedido que le diga que la revolución --y no dejaba de mirarme fijamente-- reconoce que ha cometido un error con ustedes y que está dispuesta a rectificar, y quiere que usted se lo trasmita así a su esposo. Y, en segundo lugar, el comandante en jefe quiere que Padilla sepa que la revolucion está dispuesta a darle todo lo que él pida, todo, óigame bien (y recalcó todo) a cambio de que no abandone el país''.
Nunca he sido valiente, pero no sé de dónde me salieron las palabras para ripostarle: ''Mire --le contesté--, yo no puedo decirle a un hombre que ha sufrido tanto, y que lo único que quiere es irse del país, que acepte esa oferta. Usted tiene que llamarlo y decírselo personalmente''. Tampoco sé cómo salí de la cueva del lobo, pues estaba en el llamado Palacio de la Revolución, en las mismas oficinas de Fidel Castro. No sólo lo había oído retractarse de un gravísimo error, sino sabía ya de primera mano que era capaz de intentar comprar a cualquiera.
Hoy Heberto está muerto, algunos todavía lo siguen considerando un cobarde, pero yo, que lo amé como nadie y compartí su vida (y también su muerte), puedo asegurarles que un día Cuba rescatará su memoria del ultraje y la vergüenza que lo llevaron a una temprana muerte. Su obra es quizás el mayor bofetón que esa revolucion ha recibido jamás de un escritor. Pero es también el hermoso homenaje de un gran poeta a su patria, de un poeta que siempre ha vivido en Cuba.
belkisbell@aol.com